viernes, 7 de noviembre de 2014

El Salto

     Laura descendía velozmente, sintiendo el aire sobre su cuerpo apenas cubierto con un ligero camisón de seda. Caía cada vez más rápido hacia el suelo duro de la calle Palacio Valdés devorando los sesenta metros que lo separaban de la azotea desde donde había saltado.

     Por su mente pasaba el recuerdo de los últimos años y su vida con Alberto. Recordaba cuando se conocieron en la universidad y como enseguida comenzó el “asedio”. Su insistencia diaria para quedar después de clase a tomar una cerveza o estudiar y como empezó a salir con él por agotamiento. Siempre había sido correcto con ella, ni una mala mirada, ni un mal gesto. Sin embargo, cuando hace un año decidieron vivir juntos en el apartamento de ella, comenzaron los detalles. Las preguntas incómodas. Las llamadas al móvil preguntando dónde se encontraba, qué hacía, con quién estaba. Había dejado de relacionarse con sus amigos y poco a poco su vida social estaba en manos de Alberto. 

     Recordaba como empezaron los insultos, al principio sutiles, después en aumento. Envalentonándose con su pasividad. Menospreciándola, ninguneándola. Hasta que llegaron los golpes.

     Recordaba como ya no pudo más. Se levantó de la cama compartida y sin siquiera calzarse, subió hasta la azotea. Con pasos cortos, nerviosa se acercaba al borde. Se subía sobre el muro. Sentía sobre su cuerpo semidesnudo el aire frío de la madrugada ovetense de inicios de noviembre. El vello de los brazos se erizó, más por el nerviosismo que por la gelidez del lugar. Los pies descalzos apenas notaban la frialdad de la piedra de insensibles que los tenía. Unos centímetros la separaban del vacío y del final de su dolor. Sería rápido. En su mano derecha apretaba un recuerdo de infancia, su tesoro más querido, del que nunca se había separado. Una bellota de roble recogida del Campo de San Francisco cuando, de niña, paseaba los domingos por la mañana.

     Un paso más y los pies apenas encontraron apoyo, su cuerpo temblaba; no tenía ganas de llorar, ahora que por fin se había decidido, sentía un gran alivio; como si se hubiera quitado un sostén que la apretara demasiado y por fin pudiera respirar a pleno pulmón.

     No lo pensó, cerró los ojos y se dejó caer.

     Su mente volvió al presente, a los escasos diez metros que le quedaba de vida, al suelo que intuía acercándose. ¿Dolería? ¿Habría una vida mejor al final de ésta?

     Un sudor frío cubría su cuerpo, empapando el camisón. El corazón latiendo a mil por hora, al límite. Los pulmones no daban abasto para satisfacer la demanda de su cerebro, aspirando aire frenéticamente. En su mano derecha apretaba una bellota. Había sido un sueño, sólo un sueño, sin embargo ahora sabía lo que tenía que hacer. Su mente, liberada de la consciencia que la esclavizaba durante la vigilia había proporcionado un mensaje claro, contundente e inconfundible.

     Saliendo de la cama se levantó sin siquiera calzarse. Tenía la idea fija en la mente. Ahora sabía como liberarse.

     No encendió luz alguna, caminando sin hacer ruido llegó hasta la puerta. Al salir a la escalera, el suelo le quemaba las plantas de los pies de frío que estaba. Pero su determinación no iba a desmoronarse ahora.

     Subió hasta el último piso. Llamó a una puerta y el rostro asustado de su hermana Inés apareció frente a ella.

     -”Le dejo, hermana. Así no puedo seguir viviendo”

     Una gran sonrisa iluminó el rostro de Inés. Llevaba años deseando oir esas palabras. Haciéndose a un lado y cobijándola entre sus brazos hizo pasar a Laura.

     -”Ven. Aquí estás a salvo. Mañana comienzas con tu vida”

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