Laura descendía velozmente, sintiendo el aire
sobre su cuerpo apenas cubierto con un ligero camisón de seda. Caía
cada vez más rápido hacia el suelo duro de la calle Palacio Valdés
devorando los sesenta metros que lo separaban de la azotea desde
donde había saltado.
Por su mente pasaba el recuerdo de los últimos
años y su vida con Alberto. Recordaba cuando se conocieron en la
universidad y como enseguida comenzó el “asedio”. Su insistencia
diaria para quedar después de clase a tomar una cerveza o estudiar y
como empezó a salir con él por agotamiento. Siempre había sido
correcto con ella, ni una mala mirada, ni un mal gesto. Sin embargo,
cuando hace un año decidieron vivir juntos en el apartamento de
ella, comenzaron los detalles. Las preguntas incómodas. Las llamadas
al móvil preguntando dónde se encontraba, qué hacía, con quién
estaba. Había dejado de relacionarse con sus amigos y poco a poco su
vida social estaba en manos de Alberto.
Recordaba como empezaron los insultos, al
principio sutiles, después en aumento. Envalentonándose con su
pasividad. Menospreciándola, ninguneándola. Hasta que llegaron los
golpes.
Recordaba como ya no pudo más. Se levantó de la
cama compartida y sin siquiera calzarse, subió hasta la azotea. Con
pasos cortos, nerviosa se acercaba al borde. Se subía sobre el muro.
Sentía sobre su cuerpo semidesnudo el aire frío de la madrugada
ovetense de inicios de noviembre. El vello de los brazos se erizó,
más por el nerviosismo que por la gelidez del lugar. Los pies
descalzos apenas notaban la frialdad de la piedra de insensibles que
los tenía. Unos centímetros la separaban del vacío y del final de
su dolor. Sería rápido. En su mano derecha apretaba un recuerdo de
infancia, su tesoro más querido, del que nunca se había separado.
Una bellota de roble recogida del Campo de San Francisco cuando, de
niña, paseaba los domingos por la mañana.
Un paso más y los pies apenas encontraron apoyo,
su cuerpo temblaba; no tenía ganas de llorar, ahora que por fin se
había decidido, sentía un gran alivio; como si se hubiera quitado
un sostén que la apretara demasiado y por fin pudiera respirar a
pleno pulmón.
No lo pensó, cerró los ojos y se dejó caer.
Su mente volvió al presente, a los escasos diez
metros que le quedaba de vida, al suelo que intuía acercándose.
¿Dolería? ¿Habría una vida mejor al final de ésta?
Un sudor frío cubría su cuerpo, empapando el
camisón. El corazón latiendo a mil por hora, al límite. Los
pulmones no daban abasto para satisfacer la demanda de su cerebro,
aspirando aire frenéticamente. En su mano derecha apretaba una
bellota. Había sido un sueño, sólo un sueño, sin embargo ahora
sabía lo que tenía que hacer. Su mente, liberada de la consciencia
que la esclavizaba durante la vigilia había proporcionado un mensaje
claro, contundente e inconfundible.
Saliendo de la cama se levantó sin siquiera
calzarse. Tenía la idea fija en la mente. Ahora sabía como
liberarse.
No encendió luz alguna, caminando sin hacer ruido
llegó hasta la puerta. Al salir a la escalera, el suelo le quemaba
las plantas de los pies de frío que estaba. Pero su determinación
no iba a desmoronarse ahora.
Subió hasta el último piso. Llamó a una puerta
y el rostro asustado de su hermana Inés apareció frente a ella.
-”Le dejo, hermana. Así no puedo seguir
viviendo”
Una gran sonrisa iluminó el rostro de Inés.
Llevaba años deseando oir esas palabras. Haciéndose a un lado y
cobijándola entre sus brazos hizo pasar a Laura.
-”Ven. Aquí estás a salvo. Mañana comienzas
con tu vida”
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