Caminaba renqueante
bajo la lluvia otoñal de Oviedo. Su impermeable carmesí, botas de
goma y sobre la cabeza un oscuro sombrero por el que resbalaba el
agua en gruesas gotas. En la mano una bolsa de supermercado cuyo
contenido yo ignoraba.
Esta escena es la que
se presentó ante mis ojos una tarde en la que me dirigía con cierta
prisa. Sin saber por qué, detuve mi paso, y una necesidad por
conocer el destino de aquella mujer se instaló en mi. Todo lo demás
dejó de importar. Discretamente me coloqué donde no molestase a
aquella mujer de edad avanzada, que caminaba con decisión hacia un
rincón de la pequeña plaza en penumbra.
Unos bultos oscuros,
inmóviles comenzaron a cobrar vida al notar su presencia. De esas
sombras salieron ligeros maullidos de excitación y mi vista comenzó
a definir los cuerpos que se agitaban. Sus colores oscuros debidos a
la luz existente los mimetizaban y hacía difícil diferenciar donde
comenzaba un gato y donde acababa el siguiente. Sus movimientos
ágiles, como si caminasen sobre muelles, los rabos levantados y
temblorosos mostraban su excitación frente a la mujer. Algún
zarpazo se escapó entre los nerviosos habitantes de la plaza que
conocedores del significado de la escena anticipaban el momento
esperado todo el día.
La mujer introdujo una
mano en la bolsa y comenzó a sacar puñados de comida que distribuía
entre los tres pequeños animales. Acompañaba el gesto
con palabras cariñosas o con reprimendas según fuera necesario.
Además, me pareció distinguir un canto, suave y envolvente. Sí,
era lo que me había parecido, les estaba cantando una conocida nana,
con una voz melodiosa, entonando a la perfección, una voz que no
encajaba en aquella figura, en aquel cuerpo avejentado.
Posó su mirada en mi y
un reflejo azulado me capturó, sus ojos eran lo más vivo que he
observado jamás. Unos ojos de color imposible entre un rostro
surcado de arrugas y boca desdentada me estaban observando y
sonriendo. Me acerqué a ella y comenzó a hablarme, con una voz
ronca en la que no reconocía a la autora de los cantos anteriores.
Me explicó que sus
niños sólo la tenían a ella y que vivía por ellos. Traía comida
y pastillas para eliminar los parásitos o evitar que la gata entrase
en celo. Pero sobretodo venía a cantar, a cantar una nana para que
pudieran dormir tranquilos. Son mis niños repetía con la mirada
vidriada por las lágrimas.
Pocos días más tarde
leí que había sido encontrada una mujer anciana en esa misma plaza,
tendida sobre el suelo y con tres gatos junto a ella. La noticia se
ampliaba con detalles de su vida. Explicaba que era una persona
conocida en la zona por haber sido la propietaria de una pequeña
casa ubicada en el lugar y que un incendio había destruido
cincuenta años antes acabando con la vida de sus dos hijos varones y
su única hija.
Hoy soy yo el que me
acerco a la plaza bajo la lluvia con una bolsa en la mano. Ya me han
visto, se acercan a mi con sus rabos temblorosos y sus maullidos.
Ya los veo, los tres
cachorros junto a una gran gata blanca de ojos de color imposible.
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