viernes, 24 de octubre de 2014

Los Gatos

     Caminaba renqueante bajo la lluvia otoñal de Oviedo. Su impermeable carmesí, botas de goma y sobre la cabeza un oscuro sombrero por el que resbalaba el agua en gruesas gotas. En la mano una bolsa de supermercado cuyo contenido yo ignoraba.

     Esta escena es la que se presentó ante mis ojos una tarde en la que me dirigía con cierta prisa. Sin saber por qué, detuve mi paso, y una necesidad por conocer el destino de aquella mujer se instaló en mi. Todo lo demás dejó de importar. Discretamente me coloqué donde no molestase a aquella mujer de edad avanzada, que caminaba con decisión hacia un rincón de la pequeña plaza en penumbra.

     Unos bultos oscuros, inmóviles comenzaron a cobrar vida al notar su presencia. De esas sombras salieron ligeros maullidos de excitación y mi vista comenzó a definir los cuerpos que se agitaban. Sus colores oscuros debidos a la luz existente los mimetizaban y hacía difícil diferenciar donde comenzaba un gato y donde acababa el siguiente. Sus movimientos ágiles, como si caminasen sobre muelles, los rabos levantados y temblorosos mostraban su excitación frente a la mujer. Algún zarpazo se escapó entre los nerviosos habitantes de la plaza que conocedores del significado de la escena anticipaban el momento esperado todo el día.

     La mujer introdujo una mano en la bolsa y comenzó a sacar puñados de comida que distribuía entre los tres pequeños animales. Acompañaba el gesto con palabras cariñosas o con reprimendas según fuera necesario. Además, me pareció distinguir un canto, suave y envolvente. Sí, era lo que me había parecido, les estaba cantando una conocida nana, con una voz melodiosa, entonando a la perfección, una voz que no encajaba en aquella figura, en aquel cuerpo avejentado.

     Posó su mirada en mi y un reflejo azulado me capturó, sus ojos eran lo más vivo que he observado jamás. Unos ojos de color imposible entre un rostro surcado de arrugas y boca desdentada me estaban observando y sonriendo. Me acerqué a ella y comenzó a hablarme, con una voz ronca en la que no reconocía a la autora de los cantos anteriores.

     Me explicó que sus niños sólo la tenían a ella y que vivía por ellos. Traía comida y pastillas para eliminar los parásitos o evitar que la gata entrase en celo. Pero sobretodo venía a cantar, a cantar una nana para que pudieran dormir tranquilos. Son mis niños repetía con la mirada vidriada por las lágrimas.

     Pocos días más tarde leí que había sido encontrada una mujer anciana en esa misma plaza, tendida sobre el suelo y con tres gatos junto a ella. La noticia se ampliaba con detalles de su vida. Explicaba que era una persona conocida en la zona por haber sido la propietaria de una pequeña casa ubicada en el lugar y que un incendio había destruido cincuenta años antes acabando con la vida de sus dos hijos varones y su única hija.

     Hoy soy yo el que me acerco a la plaza bajo la lluvia con una bolsa en la mano. Ya me han visto, se acercan a mi con sus rabos temblorosos y sus maullidos.

     Ya los veo, los tres cachorros junto a una gran gata blanca de ojos de color imposible.

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