Sentada ante una mesa en aquél café del centro
de Oviedo, con una cucharilla revolvía el azúcar de su 'cortado'
intentando mantener los nervios bajo control. No recordaba la última
vez que el carmín había besado sus labios y el rímel sus pestañas;
pero aquél no era un día cualquiera, ese día iba a verle de nuevo.
A verle y a tenerle dentro de ella.
Los pensamientos de Carmen se hundían en sus años
de Instituto, junto a sus compañeros de entonces. Eran su mundo y
entorno a lo que giraba su vida. La adolescencia, la Estación de los
Amores. Y Javier era la borrasca que agitaba todo su cuerpo cada vez
que hacía aparición. Con quien comenzó a descubrir rincones que
habían permanecido silenciosos hasta entonces.
Terminado el último curso, cada cual se
desparramó por la vida con hambre de novedades; y a cada cual, la
vida lo había arrastrado a su antojo, depositándolo donde le plugo.
Pensamos que el destino nos lo labramos y sin embargo sólo somos
trocitos de conchas que el mar mueve, rompe y deposita a placer.
Treinta años más tarde y media vida más tarde,
Carmen salió de su trabajo a tomar el café de media mañana y
mientras se acomodaba en su lugar acostumbrado, sintió que la
llamaban con incredulidad. Era Javier, el tiempo le había tratado
con mayor generosidad de lo que suele acostumbrar y a sus cincuenta y
pocos aún mantenía su cuerpo erguido y dentro de los parámetros de
buena salud. Nada más reconocerlo, Carmen sintió como sus entrañas
se revolvían, el aliento le fallaba, apenas pudo contener su emoción
cuando pronunció su nombre. Aunque cambiado, reconocía
perfectamente al Javier de antaño y eso la hizo sentir como la
Carmen de dieciocho veranos.
A partir de ese día empezaron a coincidir; los
cafés compartidos pronto dieron paso a las comidas, y éstas
vinieron acompañadas de confidencias y sentimientos reprimidos que
encontraban, al fin, una salida.
Cada vez que Carmen sentía el roce de su piel
contra la de él, se olvidaba de su marido e hijos, olvidaba todo lo
aprendido y su mente se llenaba de Javier.
Hasta el día de hoy se habían mantenido en la
frontera de lo ambiguo, se mentían a si mismos con una falsa
fidelidad a sus respectivas parejas, no hay nada como la mente propia
para engañarse a uno mismo. Se decían que si no había sexo, no
habría fraude. Nada más lejos de la realidad.
Habían acordado encontrarse esa tarde en el café
de costumbre y después, acercarse hasta el despacho de Javier.
Carmen se imaginaba subiendo juntos en el ascensor, devorándose a
besos, explorando antiguos territorios que hacía tiempo había
olvidado; cómo arrancaría la camisa y quitaría los pantalones
revelando a su antiguo compañero de juegos. Tumbaría a Javier sobre el suelo, y lo montaría salvajemente,
sintiendo sus manos masculinas sobre sus pechos desnudos. Arrancando
con cada embestida trocitos de placer hasta que la sacudida final
hiciese bullir su cuerpo entero.
Una sonrisa acudió a sus labios mientras pensaba
en las venideras promesas de la tarde.
En el ambiente se disolvía una canción, su letra
se fundía con el aire y llenaba su cuerpo con cada inspiración.
Acabó el café de un sorbo y
dejando sobre la mesa el importe del mismo, recogió su abrigo, bolso
y levantándose abandonó el lugar. Sin volver la vista hacia atrás.
Javier era el pasado y el pasado debía quedarse donde le
correspondía.
Tuvimos tantas ocasiones,
perdiéndolas.
No las llores más, no las llores
hoy, más.
La estación de los amores, viene y
va,
y los deseos no envejecen, a pesar
de la edad.
Si pienso cómo he malgastado yo mi
tiempo,
que no volverá, no regresará,
más.