viernes, 28 de noviembre de 2014

La Estación de los Amores

Sentada ante una mesa en aquél café del centro de Oviedo, con una cucharilla revolvía el azúcar de su 'cortado' intentando mantener los nervios bajo control. No recordaba la última vez que el carmín había besado sus labios y el rímel sus pestañas; pero aquél no era un día cualquiera, ese día iba a verle de nuevo. A verle y a tenerle dentro de ella.

Los pensamientos de Carmen se hundían en sus años de Instituto, junto a sus compañeros de entonces. Eran su mundo y entorno a lo que giraba su vida. La adolescencia, la Estación de los Amores. Y Javier era la borrasca que agitaba todo su cuerpo cada vez que hacía aparición. Con quien comenzó a descubrir rincones que habían permanecido silenciosos hasta entonces.

Terminado el último curso, cada cual se desparramó por la vida con hambre de novedades; y a cada cual, la vida lo había arrastrado a su antojo, depositándolo donde le plugo. Pensamos que el destino nos lo labramos y sin embargo sólo somos trocitos de conchas que el mar mueve, rompe y deposita a placer.

Treinta años más tarde y media vida más tarde, Carmen salió de su trabajo a tomar el café de media mañana y mientras se acomodaba en su lugar acostumbrado, sintió que la llamaban con incredulidad. Era Javier, el tiempo le había tratado con mayor generosidad de lo que suele acostumbrar y a sus cincuenta y pocos aún mantenía su cuerpo erguido y dentro de los parámetros de buena salud. Nada más reconocerlo, Carmen sintió como sus entrañas se revolvían, el aliento le fallaba, apenas pudo contener su emoción cuando pronunció su nombre. Aunque cambiado, reconocía perfectamente al Javier de antaño y eso la hizo sentir como la Carmen de dieciocho veranos.

A partir de ese día empezaron a coincidir; los cafés compartidos pronto dieron paso a las comidas, y éstas vinieron acompañadas de confidencias y sentimientos reprimidos que encontraban, al fin, una salida.

Cada vez que Carmen sentía el roce de su piel contra la de él, se olvidaba de su marido e hijos, olvidaba todo lo aprendido y su mente se llenaba de Javier.

Hasta el día de hoy se habían mantenido en la frontera de lo ambiguo, se mentían a si mismos con una falsa fidelidad a sus respectivas parejas, no hay nada como la mente propia para engañarse a uno mismo. Se decían que si no había sexo, no habría fraude. Nada más lejos de la realidad.
Habían acordado encontrarse esa tarde en el café de costumbre y después, acercarse hasta el despacho de Javier. Carmen se imaginaba subiendo juntos en el ascensor, devorándose a besos, explorando antiguos territorios que hacía tiempo había olvidado; cómo arrancaría la camisa y quitaría los pantalones revelando a su antiguo compañero de juegos. Tumbaría a Javier sobre el suelo, y lo montaría salvajemente, sintiendo sus manos masculinas sobre sus pechos desnudos. Arrancando con cada embestida trocitos de placer hasta que la sacudida final hiciese bullir su cuerpo entero.

Una sonrisa acudió a sus labios mientras pensaba en las venideras promesas de la tarde.

En el ambiente se disolvía una canción, su letra se fundía con el aire y llenaba su cuerpo con cada inspiración.

Acabó el café de un sorbo y dejando sobre la mesa el importe del mismo, recogió su abrigo, bolso y levantándose abandonó el lugar. Sin volver la vista hacia atrás. Javier era el pasado y el pasado debía quedarse donde le correspondía. 


Tuvimos tantas ocasiones, perdiéndolas.
No las llores más, no las llores hoy, más.
La estación de los amores, viene y va,
y los deseos no envejecen, a pesar de la edad.
Si pienso cómo he malgastado yo mi tiempo,
que no volverá, no regresará, más.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Hora de dormir

La sonrisa que Marta dirigió a Pedro no tenía nada de inocente. Sus ojos verdes estaban gritando todo el deseo que llevaba acumulando a lo largo del día. Pedro la conocía como se conoce a alguien con quien se ha compartido media vida y entendió al instante lo que decía su mirada.

El contenido de los platos dejó de tener sentido para él y un único pensamiento se ocupó de torturarle durante el resto de la cena.

Acabado el postre, enviaron a los niños a lavarse los dientes, ponerse el pijama y a la cama.
Pedro recogió a toda prisa los restos de la cena y cargó el lavavajillas.

Marta, mientras tanto, se aseguró de que los niños acabaran con el aseo y se metieran en la cama sin distracciones. ”Un cuento rápido mamá” dijo Luisa, la pequeña de 4 años. Con la mente puesta en las manos de Pedro recorriendo su cuerpo, leyó de manera automática “Los Tres Cerditos”, sintiendo como se le erizaban el vello de la nuca anticipándose a lo que estaba por llegar.

Dos casas derribadas a soplidos y un lobo escarmentado más tarde, salió de la habitación, cerciorándose de que la luz estaba apagada y los niños prácticamente dormidos. En ese momento le llegó el “ahora subo” de Pedro que agarrando la bolsa de basura salía por la puerta con dirección al contenedor de la calle.

Le quedaba el tiempo justo para cepillarse los dientes y vestirse con el nuevo camisón que había comprado esa misma tarde. Parece mentira lo que puede llegar a costar tan poca tela.

Mientras se lo deslizaba sobre el cuerpo desnudo, sentía como su excitación aumentaba, el corazón latía con fuerza en su sien; se notaba nerviosa, y cada vez más húmeda. A pesar de los años se seguían amando y disfrutando con el sexo. Sobretodo desde que los efectos colaterales de la paternidad habían tenido como consecuencia más inmediata que los momentos para dedicarse el uno a la otro estuvieran más limitados.

Tomó unas velas aromatizadas que estuvo preparando con anterioridad y cambió la fría luz eléctrica por otra con magia. Se introdujo entre las sábanas y entretuvo la espera acariciándose como sólo ella sabía hacer. Sólo un poco, aumentando el deseo.

Sus oidos reconocieron el ascensor deteniéndose en la escalera, los pasos de Pedro por el descansillo dirigiéndose a la puerta de casa; la boca se le empezó a secar, el momento de tenerle entre sus brazos y compartir sus besos se acercaba, llevaba todo el día esperándolo. Se dió la vuelta para hacerse la dormida mientras oía la llave entrando en la cerradura, como un anticipo a lo que estaba por llegar; escuchó los pasos aproximándose a la habitación.

Esperó un segundo, cinco, diez y Pedro no decía nada, estaba callado. Lentamente se dió la vuelta y sus ojos se dilataron. Frente a ella, junto a la cama, un desconocido de pie; unos ojos oscuros, fijos sobre su cuerpo. No podía gritar, no podía hablar, no podía ni respirar, sólo mirar, mirar fíjamente a aquél individuo y al contenido de su mano derecha. Del tamaño de una pelota pequeña, no acertaba a saber lo que era, hasta que su cerebro lo identificó y al fin el grito pudo escapar de su garganta. Era el corazón de Pedro. No tenía ninguna duda. Era su corazón goteando sangre sobre el suelo de su habitación.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Karma

-”¡Es usted estúpida señorita!”

La voz de don Alberto retumbaba entre las paredes de la oficina acallando con sus gritos el hilo musical.

-”¡No tiene remedio, no se entera de nada y se ha vuelto a equivocar!”

-”Hoy es martes. Le dije que concertara la cita con el cliente para el miércoles y me acaba de llamar para decir que no nos hemos prensentado a la reunión y que ya podemos despedirnos del contrato.”

-”Y todo es culpa suya. Incompetente.”

-”No sé como no la pongo en la puta calle.”

Esta última frase la escuchó Isabel mientras don Alberto marchaba por el pasillo en dirección a su despacho. Estaba segura que la reunión debía ser el miércoles. Abriendo el cajón superior de su mesa, cojió el papel donde se encontraba anotado, de puño y letra de don Alberto que la reunión debía celebrarse el miércoles.

Tragándose las lágrimas y llena de rabia, arrugó el papel. No podía permitirse el lujo de perder el empleo. El dinero era escaso y las broncas abundantes, pero era todo lo que tenía. Sin embargo estaba llegando a un punto en que no aguantaba más. Cualquier día, cualquier día...

Una vez más, la voz de don Alberto requiriendo su presencia la devolvió a la realidad. Se levantó rápidamente mientras tomaba en sus manos una libreta, bolígrafo y acompañada por el sonido de sus tacones se dirigió al despacho del jefe. Al llegar a la puerta, se sorprendió por no encontrarlo detrás de la mesa habitual. Se quedó de pié y tímidamente preguntó:

-”¿Don Alberto?”

-”Estoy aquí señorita, en el cuarto de baño. Me he dado cuenta demasiado tarde que se ha terminado el papel. Abra un poco la puerta y acérqueme un rollo de inmediato. ¡Y dese prisa, coño!”

Tras la lógica sorpresa, Isabel se dirigió con paso decidido, hasta su bolso donde tomó el arma que la liberaría para siempre de los gritos e impertinencias de su vesánico jefe. Retrocediendo lo andado abrió la puerta del baño, e irguiéndose sobre su metro y sesenta centímetros levantó las manos, apuntó y disparó una, dos, hasta seis veces, la cámara de fotos de su teléfono móvil. A partir de aquél día no habría más gritos, no mientras tuviera esas fotografías.

Por el hilo musical Rubén Blades cantaba 'Pedro Navajas'

'La vida te da sorpresas,

sorpresas te da la vida '

viernes, 7 de noviembre de 2014

El Salto

     Laura descendía velozmente, sintiendo el aire sobre su cuerpo apenas cubierto con un ligero camisón de seda. Caía cada vez más rápido hacia el suelo duro de la calle Palacio Valdés devorando los sesenta metros que lo separaban de la azotea desde donde había saltado.

     Por su mente pasaba el recuerdo de los últimos años y su vida con Alberto. Recordaba cuando se conocieron en la universidad y como enseguida comenzó el “asedio”. Su insistencia diaria para quedar después de clase a tomar una cerveza o estudiar y como empezó a salir con él por agotamiento. Siempre había sido correcto con ella, ni una mala mirada, ni un mal gesto. Sin embargo, cuando hace un año decidieron vivir juntos en el apartamento de ella, comenzaron los detalles. Las preguntas incómodas. Las llamadas al móvil preguntando dónde se encontraba, qué hacía, con quién estaba. Había dejado de relacionarse con sus amigos y poco a poco su vida social estaba en manos de Alberto. 

     Recordaba como empezaron los insultos, al principio sutiles, después en aumento. Envalentonándose con su pasividad. Menospreciándola, ninguneándola. Hasta que llegaron los golpes.

     Recordaba como ya no pudo más. Se levantó de la cama compartida y sin siquiera calzarse, subió hasta la azotea. Con pasos cortos, nerviosa se acercaba al borde. Se subía sobre el muro. Sentía sobre su cuerpo semidesnudo el aire frío de la madrugada ovetense de inicios de noviembre. El vello de los brazos se erizó, más por el nerviosismo que por la gelidez del lugar. Los pies descalzos apenas notaban la frialdad de la piedra de insensibles que los tenía. Unos centímetros la separaban del vacío y del final de su dolor. Sería rápido. En su mano derecha apretaba un recuerdo de infancia, su tesoro más querido, del que nunca se había separado. Una bellota de roble recogida del Campo de San Francisco cuando, de niña, paseaba los domingos por la mañana.

     Un paso más y los pies apenas encontraron apoyo, su cuerpo temblaba; no tenía ganas de llorar, ahora que por fin se había decidido, sentía un gran alivio; como si se hubiera quitado un sostén que la apretara demasiado y por fin pudiera respirar a pleno pulmón.

     No lo pensó, cerró los ojos y se dejó caer.

     Su mente volvió al presente, a los escasos diez metros que le quedaba de vida, al suelo que intuía acercándose. ¿Dolería? ¿Habría una vida mejor al final de ésta?

     Un sudor frío cubría su cuerpo, empapando el camisón. El corazón latiendo a mil por hora, al límite. Los pulmones no daban abasto para satisfacer la demanda de su cerebro, aspirando aire frenéticamente. En su mano derecha apretaba una bellota. Había sido un sueño, sólo un sueño, sin embargo ahora sabía lo que tenía que hacer. Su mente, liberada de la consciencia que la esclavizaba durante la vigilia había proporcionado un mensaje claro, contundente e inconfundible.

     Saliendo de la cama se levantó sin siquiera calzarse. Tenía la idea fija en la mente. Ahora sabía como liberarse.

     No encendió luz alguna, caminando sin hacer ruido llegó hasta la puerta. Al salir a la escalera, el suelo le quemaba las plantas de los pies de frío que estaba. Pero su determinación no iba a desmoronarse ahora.

     Subió hasta el último piso. Llamó a una puerta y el rostro asustado de su hermana Inés apareció frente a ella.

     -”Le dejo, hermana. Así no puedo seguir viviendo”

     Una gran sonrisa iluminó el rostro de Inés. Llevaba años deseando oir esas palabras. Haciéndose a un lado y cobijándola entre sus brazos hizo pasar a Laura.

     -”Ven. Aquí estás a salvo. Mañana comienzas con tu vida”